Afirma Thomas Sowell que vivimos en una era en la que la cordura es controvertida, la locura solo otro punto de vista y la degeneración un estilo de vida más. [...] Su existencia se despliega en un teatro de lo banal, donde la profundidad es relegada al rincón del olvido de la conciencia colectiva. Y, ahí, sacrifica el sentido común en el altar de un yo todopoderoso autopercibido.

Afirma Thomas Sowell que vivimos en una era donde la cordura es controvertida, la locura solo otro punto de vista y la degeneración un estilo más de vida. En ese mundo delirante, se normaliza que el político ejerza de comentarista de la realidad, que el periodista y el académico hagan las veces de activistas mamporreros del poder, que el activista se crea juez de la moral de la sociedad, que el juez viva de convertirse a la sazón en fakir tragasables y notario del sinsentido, que los multimillonarios sean ingenieros sociales y que el ciudadano pase a encarnar al hombre más deplorable de nuestro tiempo: el homo mamarracho-posmodernus.

Por miedo, por impotencia y por ignorancia, el homo mamarracho-posmodernus rinde culto al líder. Que este le diga qué decir y cómo pensar, pero con frases hechas y eslóganes vacíos. Su culto al líder arraiga, a menudo, en una combinación de falta de información y adhesión ciega a una narrativa o ideología. Este puede carecer de la capacidad, o voluntad, de cuestionar las acciones y declaraciones del líder. Su lealtad al líder suele ser inquebrantable, alimentada por un sentido de pertenencia a un grupo que otorga significado y propósito a sus vidas. Así, la utopía camina hacia ellos sin hacer esfuerzos.

Esta dinámica puede resultar en la supresión de un pensamiento independiente e, incluso, de la disidencia dentro del propio grupo. La disonancia cognitiva actúa como mecanismo de defensa para justificar cualquier discrepancia que se les presente entre la realidad y su narrativa ideológica. Es la realidad la que está mal y hay que cambiar, no las ideas ni su ideología.

En el mundo de cristal del homo mamarracho-posmodernus, la superficialidad reina como una divinidad inaplacable. Este espécimen contemporáneo ejerce la personificación de una sociedad obsesionada con la imagen, con el placer instantáneo y la gratificación inmediata. Su existencia se despliega en un teatro de lo banal, donde la profundidad de pensamiento es relegada al rincón del olvido de la conciencia colectiva. Y, ahí, ni corto ni perezoso, sacrifica el sentido común en el altar de un yo todopoderoso autopercibido.

Su gran logro ha sido dejarse domesticar por una tecnología ególatra y narcisista. Con cada selfie, aspira a convertirse en su propio dios. Entrega su alma al vacío de una realidad distorsionada por innumerables filtros. Se resguarda en una cultura obsesionada con la juventud eterna. Como resultado, la responsabilidad desaparece ante la vanidad más vacua y estéril. Su vida se convierte en un espectáculo interminable de actualizaciones de estado, fotos de comida, sonrisas fingidas e interminables horas de flashes frente a distintas pantallas.

Se convierte en un experto de aparentar productividad, cuando, en realidad, se hunde desorientado en el mar de su ignorancia. En el ámbito amoroso, desliza frenéticamente a la derecha en busca de la pareja ideal; acabará, no obstante, adoptando a un perrijo a causa de su feroz terror al compromiso.

Todo su mundo está cuidadosamente engrasado para mantenerle muerto en la ilusión de una existencia envidiable que no es más que la safiedad de su esclavitud mental. Tras una fachada reluciente, yace inerme en un vacío existencial que ninguna cantidad de likes podrá saciar. Su capacidad de atención es tan fugaz y su conocimiento tan limitado a titulares de noticias, memes y vídeos virales, que el libro se convierte en una criatura tan mítica como despiadada por serle inaccesible.

Repite y repite eslóganes, pues padece del síndrome del loro muerto. Se convierte así en un meme de la angustia existencial: sea frente al cambio climático, frente a la imagen que le devuelve el espejo, o bien ante la noción de verdad misma. Vive en el ahora que ya se fue y, en su infantilidad, se empeñará en desear la modificación del ayer. El mañana es para este un concepto abstracto, porque el futuro es algo que solo sucederá a otras personas; a quienes alecciona con su mesianismo apocalíptico.

El Homo mamarracho-posmodernus supone la encarnación de una sociedad ensimismada en su propio pensamiento mágico, adoctrinada en un mundo de conflicto permanente, sumisa ante el poder y amante de las cadenas, débil y enajenada emocionalmente, derrotado ante su real insignificancia y aniquilado en su espíritu. Desespera por mantenerse entretenido con su realidad simulada. Prefiere vivir en un teatro permanente antes que aventurarse a vivir fuera de sí mismo por miedo a descubrirse.

He tenido a bien no dar nombres, ni citar ejemplos concretos; no hacían falta y estoy seguro que se le presentaron rostros conocidos mientras hacía esta lectura. Mire a su alrededor, dondequiera que esté, porque este nuevo ser sintiente -que no pensante- asoma al mundo como resultado de la nueva normalidad.